En septiembre de 1928, el LZ 127 Graf Zeppelin, con 60 personas a bordo, realizó su primer viaje. Había partido de Friedrichshafen, Alemania, hasta Nueva York. El periplo demandó 110 horas de viaje. Los viajeros arrojaban flores, mientras se escuchaba el «Deutschland über Alles», himno nacional alemán.
La dirigible, que llegaba a una velocidad máxima de 128 kilómetros por hora, tenía 236 metros de longitud, 80,5 de diámetro, sin duda, algo nunca visto hasta el momento. Su estructura era de duraluminio y contaba con 17 secciones comunicadas por pasillos y cubierta con tela de algodón de alta resistencia. Debajo del fuselaje se encontraba la barquilla donde se ubicaba el puesto de mando, la estación radiotelegráfica, un pequeño, pero cómodo salón de estar y comedor para los pasajeros. También contaba con un sector destinado a equipajes y correo. En el mismo nivel se encontraba un espacio para fumadores, servicios sanitarios y diez camarotes, con comodidad para dos personas cada uno, separados por tabiques recubiertos de tela de tapicería. Por último se ubicaba el alojamiento de los tripulantes.
El sábado 30 de junio de 1934, el imponente dirigible Graf Zeppelin llegaba por primera vez a nuestro país y navegó por el cielo de Buenos Aires. Tal era la expectativa reinante en la ciudad, que ese día fue declarado asueto laboral y escolar, para que ningún porteño se perdiera el espectáculo.
Aviones militares y civiles, escoltaron al dirigible. En uno de esos aviones estaba apostado el fotógrafo del diario La Nación, Juan Di Sandro, quien dejó plasmadas imágenes únicas del gigante cruzando el cielo porteño.
En Caballito, como en todos los barrios, se pudo apreciar su paso enmarcado por las agujas de la iglesia de Nuestra Señora del Buen Aire. Al día siguiente, fue nota de todos los diarios, y el tema de todas las conversaciones.
Alumnas de la Escuela Normal N 4 dejaron sus impresiones en breves crónicas que luego serían publicadas en la Revista «Elevación»:
«Desde varios días antes de su llegada sólo se oía en boca de todos lo mismo: «llegará a tal hora», «tiene tantos pasajeros». Por primera vez íbamos a recibir la grata visita del dirigible alemán Graf Zeppelín. Fuimos siguiendo su recorrido desde que dejó Friedrichshafen, sin perder detalle que saliera en los periódicos. Atravesó el gran océano y llegó a Río de Janeiro. Los ánimos se inquietaron. ¡Lo teníamos tan cerca! Buenos Aires se despertó más temprano que nunca. Desde las dos de la madrugada el dirigible ya nos visitaba, estaba describiendo círculos sobre nuestras cabezas y observaba a la gran metrópoli dormida. Su ruido ronco alarmó a la ciudad entera y vimos en varios minutos cubrirse terrazas, balcones y aceras de personas ansiosas de observar aquello tan esperado. A pesar de eso nos tomó de sorpresa ver surcar el aire esa bala hermosa, grande, imponente…»
«Nuestros ojos atónitos contemplaron, surcando el cielo de nuestra metrópoli, en la mañana del 30 de junio, una de las maravillas de este siglo de adelanto sin fin. Era el sueño de Julio Verne hecho realidad. El Graf Zeppelín, el coloso plateado había vencido todas las dificultades y desafiando todos los obstáculos se presentaba ante nuestra vista, luciendo su elegante y majestuosa silueta de cetáceo de aluminio. Volaba a tan escasa altura y tan serenamente, pasando entre las torres y cúpulas de los más altos edificios, que fácilmente se podían distinguir los pasajeros que se asomaban por las ventanas de la barquilla y las aletas situadas en la parte posterior, que le dan el aspecto de un enorme pez volador. También se podía observar la cruz esvástica, distintivo del actual gobierno alemán y la bandera de dicha nación.
El Graf Zeppelín tiene más o menos dos cuadras y media de largo, por treinta metros de ancho. Puede desplegar una velocidad de 128 kilómetros por hora, gracias a sus cinco poderosos motores.
Dejar un comentario
¿Quieres unirte a la conversación?Siéntete libre de contribuir