DESPEDIMOS A BEATRIZ SARLO, VECINA DE CABALLITO
A los 82 años murió Beatriz Sarlo, escritora, ensayista, periodista y vecina de Caballito. Invitada constantemente por diferentes programas de televisión donde era consultada sobre los más amplios temas, ya que era sinónimo de la más transparente libertad de expresión.
Desde su mirada, hacía pensar y reflexionar.
Beatriz Sarlo sufrió en los últimos días un ACV y fue internada en el Sanatorio Otamendi donde falleció.
Escribió en La Nación, Perfil, Noticias, fue profesora de Filosofía y Letras en le Universidad de Buenos Aires. Fue varias veces ganadora del premio Konex
Era habitual verla en el Club Ferro Carril Oeste, donde jugaba tenis y también iba a la pileta.
En el año 2006, la Revista Viva de La Nación, publicó un artículo en el que se refería al barrio de Caballito. Fue entonces cuando nos comunicamos con ella y nos autorizó a publicar dicho trabajo.
Hoy, a pocos días de su partida, la recordamos publicando nuevamente aquel artículo.
El Cubrementeles
Está todas las mañanas en la puerta del banco, sobre la avenida. Lo que
vende es una originalidad dentro de las ofertas repetidas en la calle. En una caja
de cartón blanco hay manteles, o mejor dicho lo que él llama “cubremanteles” de
plástico transparente, un objeto que se impuso casi al mismo tiempo que llegaba
el plástico a la Argentina, hace cincuenta años.
El “cubremantel” de plástico hizo inmediatamente sistema con los métodos
barrocos y obsesivos de protección doméstica: carpetas para apoyar centros de
mesa, tablitas para la pava o la tetera, bandejas para las bebidas, fundas para los
sillones y las sillas, posavasos, posafuentes. El “cubremantel” ofrece una especie
de invisibilidad pactada: hago como si fuera invisible, y todo el mundo hace como
que no me ve, pero estoy allí para evitar los círculos morados de los vasos de vino
tinto, las salpicaduras de salsa de tomate o de café con leche.
Considerado siempre como un objeto poco “distinguido”, el plástico
transparente delataba con su presencia que, en esa casa, la gente era prolija y no
podía permitirse el riesgo de arruinar un buen mantel blanco, quizás bordado a
mano. Incluso se da el caso de vistosos manteles de plástico, cubiertos a su vez
por extensiones de otro plástico transparente que atenuarían la posible
quemadura de un cigarrillo o la marca de una fuente recién salida del horno. El
“cubremantel” es una especie de custodio de todas las distracciones.
Hoy encuentra otros usos. Los que viven en la calle aprecian una gran
superficie de plástico que les permita envolver sus pertenencias durante el día,
una especie de gran funda tendida sobre las bolsas que quedan estacionadas en
zaguanes ciegos y en plazas, y que de noche protege la cama del que duerme a la
intemperie. Carritos de supermercado, bolsos y plásticos son los muebles de los
ambulantes. Lejos de la pulcritud de una casa que se libera de sus fundas y
coberturas sólo en ocasiones especiales (ocasiones que, en general, producen un
resultado abundante en manchas), el plástico tiene otra función para la pobreza
urbana.
El señor en la puerta del banco no le vende, por supuesto, a los sin casa,
que ya han levantado sus cosas a esa hora de la mañana. Como sea, lo que
interesa no es sólo el objeto que ofrece, sino él mismo. Todo en él evoca al
empleado de una pequeña tienda de la década del cincuenta, precisamente los
años donde se impuso la utilización de los manteles plásticos.
Con un mantel doblado sobre el brazo, como si fuera una especie de
servilleta o un lienzo que mostrará a alguna clienta, ofrece en voz baja su
mercadería, sin mencionar el precio. Está impecable con su saco blanco, que usa
casi todo el año, salvo en el corazón del invierno. El peinado con raya y los bigotes
finos: alguien así hemos visto en películas, un hombre de buenos modales y ropa
que fue distinguida y sigue siendo prolija aunque los años transcurridos la
coloquen irremediablemente en el pasado fatal de lo que ya no se usa. Al lado de
gente envuelta en conjuntos deportivos, parece un figurín de 1920, un hombre
vestido para mostrarse entre gente que no reconoce su atildamiento e, incluso,
que puede tomarlo por una especie de caprichosa extravagancia.
¿Qué sucede con esta ausencia de sintonía entre el hombre y la gente que
pasa a su lado? Me pregunto si él percibe su diferencia, si la búsqueda de una
elegancia fuera de época es algo inevitable, porque no tiene otro saco, o
deliberado porque es su forma de estar vestido para realizar un trabajo, su idea de
la respetabilidad. El hombre tiene unos setenta años y, por lo tanto, puede darse
cuenta de que, aunque esté vendiendo sus “cubremanteles” por la calle, se parece
más a un dependiente de tienda que podría inclinar su cuerpo sobre el mostrador
de madera lustrosa, bajar de un estante una pieza de lanilla o de viyela, tocarla
con dos dedos para alentar a que su interlocutor haga lo mismo y experimente en
la textura la calidad de la oferta, decir un precio, hacer cálculos de la cantidad
necesaria, tomar el metro y cortar, por fin, lo que el cliente ha decidido.
Vendiendo “cubremanteles” el hombre parece igualmente convencido de la
calidad de la mercadería que ofrece; conoce todo sobre esas piezas de plástico y
podría dar consejos a sus compradores. Tiene una especie de dignidad de oficio,
como si vender “cubremanteles” no fuera una actividad sencilla para la cual no es
necesario saber nada, sino un comercio que requiere cierta experiencia y
especialización. Cualquiera puede vender un plástico, pero un “cubremantel” es
otra cosa, una especie de instrumento subsidiario pero indispensable de la
decoración hogareña, el escudo protector de la pulcra domesticidad.
El saco blanco es una extensión imaginaria de la promesa que el
“cubremantel” simboliza: ni una mancha, todo tan impecable como los zapatos del
hombre que, increíblemente, también son blancos.