LILITA BALDI, UNA MURALISTA EN CABALLITO
Lilita Baldi convirtió su barrio en un museo a cielo abierto hecho con donaciones de vecinos y recuerdos cargados de emoción. No dibuja ni proyecta, cada obra nace del vínculo con la gente: “No cobro un peso. Lo hago por amor al barrio”, cuenta
Así, la jubilada y artista autodidacta, que en el barrio de Caballito es conocida por ser la mujer que realizó un mural de 120 metros en una de las paredes del Hospital Durand, comenzó a cumplir su gran deseo: “Quiero dejar mensajes antes de irme a otro plano y cada mural tiene una temática de inclusión y empatía. Hice a modo de homenaje a nuestros soldados de Malvinas, para pedir por la liberación de la orca Kshamenk y muchos temas más”, cuenta.
Usando el arte musivo, una técnica milenaria que consiste en componer imágenes mediante la disposición de pequeñas piezas —llamadas tesserae— de cerámica, vidrio, piedra u otros materiales, Lilita despliega su arte. Aunque históricamente, esa técnica está asociada a la arquitectura bizantina y romana, en su caso adquiere una dimensión barrial, afectiva y contemporánea: utiliza fragmentos de platos, azulejos rotos, espejos, colgantes y objetos donados por vecinos para construir murales cargados de sentido. La cerámica, material predominante en casi todas sus obras, le permite no solo dar textura y durabilidad a las superficies, sino también conservar los vínculos afectivos que cada pieza representa en la memoria colectiva del barrio.
Desde siempre, Lilita sintió una atracción visceral por el arte, aunque nunca tuvo formación académica. “Siempre hice sola de manera autodidacta. Siempre pinté cuadros, hice artesanías, reciclé paredes. Hacía cosas para la familia y nunca me animaba a largarlo a la calle”, recuerda sus inicios la mujer oriunda de San Martín y que vive desde la juventud en Caballito.
Pero todo cambió en 2021, cuando la construcción de una casa muy alta al lado de la suya le robó la luz. “Me deprimí porque me encerraron con un paredón, y ahí hice mi primer mural”, recuerda la manera de buscar su propio sol. Usó lo que tenía a mano: “Restos de cosas que encontré, de juguetes, de mosaicos, de colgantes de los Rolling Stone, cosas de mis hijos y mis nietos. Hice el primer árbol de la vida y me di cuenta de que eso me fascinaba”. Luego siguió haciendo murales en la planta alta de su casa.
Pero, aquel gesto íntimo de darle otro sentido a sus paredes se volvió necesidad pública. Pensando en sus vecinos, puso un cartel en su puerta que decía: “Todo lo que se les rompa, menos el alma, me lo traen”. Los vecinos respondieron. “Me tocaban el timbre como diciendo: ‘¡Esa está loca!’. Después aclaré qué tipo de objetos podrían ser y empezaron a traerme espejos, platos, collares rotos… Todo lo que está en los murales fue donación de los vecinos y de gente que pasaba, le gustaba y quería dejar su objeto”, cuenta.
Así convirtió el frente de su casa —una antigua vivienda, con terrazas y muros visibles desde la calle— en una especie de collage colectivo. “Yo no dibujo, no proyecto nada. Me paro frente a la pared y empiezo a armarlo… No sé qué es lo que pasa, pero pasan las horas y ahí estoy. Entro como en un limbo. Me abstraigo tanto que no escucho si pasan los coches o si alguien me saluda. Estoy en mi mundo.
Lo que comenzó como una intervención doméstica se convirtió pronto en una expresión comunitaria. Después de insistir durante dos años, Lilita consiguió permiso para intervenir una pared de la esquina del barrio, justo frente a su casa.
“Había pasado la pandemia y yo había escuchado que les habían robado a unos médicos en La Plata. Me dije: antes los aplaudíamos en la tele; ahora les pagan mal y además les roban lo poco que ganan… Entonces hice un gran corazón en una de las paredes del Hospital Durand y puse: ‘Gracias, doctor’”, cuenta del primero de sus trabajos en el barrio, que más conmovió.
Pero eso que comenzó como un símbolo de gratitud a los médicos de la salud pública se convirtió en algo más grande. “Quise hacerlo diferente y se me ocurrió ponerle manos alrededor del corazón. Justo en ese momento, pasó el barrendero de la cuadra y lo llamé. ‘Freddy, venga y ponga la mano acá’, le dije. Y usé su mano como primer molde. La rellené con cerámicas y luego se convirtieron en 100 manos. Distintos referentes de la sociedad quisieron poner la suya: desde el rabino al cura, del abogado al barrendero. Pasaron todos por ahí”, narra orgullosa sobre el rol que su obra comenzaba a tener.
Cuando terminó, el mural parecía un árbol. Lo convirtió en un árbol gigante y le agregó un pequeño libro de madera donde escribió: “Esto es un tributo a todo el personal médico por lo que hicieron en pandemia y lo que siguen haciendo”.
Esa intervención es, en sí misma, un ejemplo de muralismo comunitario.
(Fuente: Infobae.com – Fernanda Jara)