CON LOS CHICOS NO

Que la sociedad argentina es un caso digno de estudio, no es una novedad. Nacimos disociados, tanto de los gobiernos, como entre nosotros mismos.

La ruptura con España, a partir de 1810, desató distintas corrientes ideológicas que, antes de buscar mínimos consensos en pos de un proyecto de liberación, prefirieron enfrentarse para imponer distintos proyectos de dependencia. Pecando, todas ellas de una terrible ceguera ante las múltiples realidades de quienes poblaban las entonces estrechas fronteras del viejo virreinato.

De las mezquinas traiciones de salón, se fue avanzando en una escalada de más y más violencia. Hasta llegar al paroxismo de una guerra civil interminable, que duró más de 80 años.

La sangrienta derrota de un proyecto, trajo una aparente paz. Sin embargo los odios se mantuvieron subyacentes. Así la antinomia Unitarios – Federales, aún sigue vigente en muchos argentinos.

La llegada masiva de inmigrantes europeos que hizo posible la construcción de un país moderno y pujante, no se tradujo en concordia. En el fondo de los baúles, bajados de los barcos, venían los viejos odios europeos.

Así el socialismo científico, el socialismo combativo, el anarquismo, el comunismo y el fascismo; pasaron a formar parte del conjunto de odios locales.

Con el tiempo, generamos nuevos adversarios de factura doméstica: radicales y conservadores, para agregar, en 1930, el partido militar.

Los pactos secretos y los contubernios de los dirigentes políticos, no se expresaban en sus militantes. Así, nunca faltaron los muertos, sobre todo en épocas electorales. Siempre el adversario político era asimilado como el enemigo.

Así, en 1946, alguien que supo expresar a las masas trabajadoras, llega al poder.

El nuevo proyecto, si bien era inclusivo de toda la sociedad, tocaba algunos intereses que, creían ser inmanentes.

En verdad, aquellos intereses locales, sólo perdían una pequeña parte de sus utilidades económicas. Pero, la sensación de sentirse invadidos por una cultura, hasta ese momento, despreciada, comenzó a generar odios.

Hubo otros intereses afectados que no fueron los autóctonos, sino que eran extranjeros. El proyecto propuesto no se adecuaba a sus estrategias globales a largo plazo. Ellos, azuzaron el odio de quienes se sentían afectados por el nuevo gobierno.

La física se puso de manifiesto. “A toda acción en un sentido, responde otra de igual intensidad, en sentido contrario”.

El odio, como manera de hacer política se adueñó de la Argentina.

Un bombardeo criminal, el 16 de junio de 1955, fue la apoteosis. Y, el 16 de septiembre del mismo año, el país vio y escuchó a la mitad de su población gritar su odio. La otra mitad, se ocultó en sus casas a rumiar el suyo.

Con el tiempo, y algunos fusilamientos ejemplificadores de por medio, el país volvió a una mentirosa normalidad.

En cada casa había posición tomada. Se era o no se era. Esa fue la educación que recibimos de nuestros padres. Nunca un adoctrinamiento directo, siempre escuchando las conversaciones de los adultos en la mesa familiar.

Por supuesto que había bombas en bancos, empresas o, facultades. No eran más que artefactos caseros, no pasaban de ser, como se los llamaba popularmente, un “caño”.

Y, había redadas, presos políticos, manifestaciones dispersadas por los “cosacos” de la Federal, bastonazos, gases lacrimógenos, etc., etc. En esa hipócrita realidad entre el ’55 y el ’70, fuimos creciendo.

Pero el mundo nos hablaba de otras realidades, parecidas a las nuestras. Entonces comenzamos a tener otros odios. Canalizamos los autóctonos y los alimentamos de otras realidades.

Ya no éramos o no éramos. La vieja consigna de que “el viejo no sabe nada, está equivocado”, nos alentó a cambiar, muchas veces de bando. O, simplemente a radicalizarnos.

La épica de la Sierra Maestra, de Argelia, de Viet Nam o, simplemente el “Prohibido prohibir” y la “Imaginación al poder”; nos llevó por delante.

El encantamiento hipnotizador de las armas, nos dominó. Nosotros también podíamos hacer la revolución. Los de siempre, los que hacen pactos secretos y contubernios, se sintieron en la cúspide del poder; nos tenían a nosotros, exaltados, rebeldes y obedientes.

Algunos de nosotros, fuimos a luchar por una utopía y levantamos nuevos y viejos odios. Otros de nosotros, enfrentamos a aquellos levantando también nuevos y viejos odios.

Así desempolvamos odio tras odio nacional, desde 1820 hasta 1970. Les sumamos los odios de la vieja Europa, la que ya vivía en paz y concordia. Unos 1.000 años de odios y guerras, les habían enseñado que aquello no era negocio.

Muchos sumaron los odios religiosos y raciales. Todos necesitábamos nuestro baño de sangre del siglo XX… y lo tuvimos.

Sin la épica de la Guerra Civil Española, ni de Sierra Maestra, ni de Viet Nam.

Fue un baño de sangre localista y oscuro. Sin héroes, sin compasión, sin honor.

Como premio a tanto odio entre nosotros, nos sirvieron una guerra contra otros. Allí fueron los que eran más jóvenes, nosotros ya estábamos gastados.

Ellos sí tuvieron una guerra épica. Con la luz cruel y despiadada de toda guerra. Pero ellos tuvieron honor, fueron héroes. Cosa extraña: volvieron derrotados pero sin odio hacia el enemigo.

Pareciera que el odio es posible tan sólo entre nosotros.

Así, de tumbo en tumba, llegamos al ’83. Nuevamente pareció reinar la concordia entre todos los argentinos. Habíamos pasado una etapa negra de nuestra historia. Nos unía una realidad: estábamos vivos. Todos sin excepción éramos sobrevivientes, los del ’70 por los ’70. Los del ’82 por el azar de la balística inglesa.

Pero no podemos vivir sin odios. A los odios tradicionales, les sumamos los odios deportivos. Así, cualquier partido de fútbol puede terminar con algún muerto. Las barras bravas se convirtieron en fuerzas de choque. No perdieron tiempo, los de siempre, de acoplarlas a sus intereses y odios particulares para llegar al poder.

Pero, en toda esta sucinta historia de odios nacionales, nunca, pero nunca se les inculcó el odio a los chicos.

Nuestros padres halaban de política, con mayor o menor vehemencia. Pero nunca nos adoctrinaron especialmente para odiar. Eso lo aprendimos solos, ya mayorcitos.

El 24 de marzo último, en la Plaza de Mayo, unas gigantografías mostraban a algunos personajes conocidos. Alrededor de sus caras se dibujó una diana, mientras que un cartel mostraba una consigna: “Escupí tu bronca”

Hasta aquí, una demostración más de los viejos odios. Aquellos a los que siempre se les aplica la vieja ley física de las fuerzas opuestas y las reacciones de las mismas. Esos odios de adultos, hasta de adolescentes.

No deja de sorprender que esto fuera colocado allí en el Día de la Memoria. ¡Flaca ha de ser la misma!

Esos carteles estaban en la Plaza de Mayo. La misma donde murieron más de trescientos inocentes en el bombardeo del 16 de junio de 1955. Ese bombardeo que fue aceptado como necesario por el 50% del país y lamentado por la otra mitad. Esos carteles, demostración de odio, eran el blanco de los escupitajos de criaturas. De chicos.

Los chicos escupiendo eran fotografiados por sus padres y madres. Se regocijaban del odio. Se alegraban de estar enseñando a odiar.

Nosotros, los que fuimos culpables de habernos odiado hasta la muerte, literal. Los que dimos justificativo al golpe que sumiera al país en una larga noche de ocho años, nunca enseñamos a odiar a los chicos. Estaban protegidos, por nosotros mismos, de nuestros odios.

Quizá llegó el momento de dejar de mirarnos el ombligo. Quizá llegó el momento de mirar hacia fuera la historia y la realidad de otros. Sólo para aprender del sufrimiento ajeno.

Desde 1933 hasta 1945, en Alemania se enseñó a odiar a los chicos. Algunos de ellos custodiaron, años más tarde, Auschwitz, Treblinka o, Dachau.

En Africa se enseña a odiar a los chicos, se les da un fusil automático AK-47 y se transforman en los más crueles combatientes que puedan existir. Carecen del sentimiento natural de compasión.

En Palestina se enseña a odiar a los chicos, luego Hamas o Al-Qaeda los recluta como “hombres bomba”. Pierden el natural instinto de supervivencia.

Por nuestro propio bien. Por nuestro futuro como país y sociedad. Pero, sobre todo por nuestros chicos; que esos alegres padres que fotografiaban “las gracias” de sus hijos, piensen que ese odio genera un odio de igual intensidad y en sentido contrario.

Por eso: ¡Con los chicos, no!

5 comentarios
  1. ana
    ana Dice:

    BUEN DÍA
    «CON LOS CHICOS NO»
    QUE VERGUENZA,LOS PADRES DEBERÍAN LLEVAR A SUS HIJOS A UNA PLAZA A JUGAR EN LUGAR DE EXPONERLOS A MIRAR ESAS FOTOS
    SIENTO UNA PROFUNDA TRISTEZA,PORQUE JAMÁS HARÍA ESO CON MIS NIETAS
    GRACIAS

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  2. Daniel
    Daniel Dice:

    Lastima que este articulo salga en un portal barrial. Deberia ser leido por todo el pais. Aconsejo a quienes lo hayan escrito lo hagan llegar a los diarios como la nacion o clarin.
    Estamos ante un enorme peligro. Cuando estos chicos sean grandes tendran el odio metido muy profundamente adentro. Eso nos puede llevar como pueblo a un final tragico.
    Felicitaciones por el muy buen analisis.Yo lo estoy difundiendo entre mis conocidos.

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  3. Horacio
    Horacio Dice:

    Coincido totalmente. Es una vergüenza. No puedo entender como padres y funcionarios y políticos que pretenden gobernarnos promueven esa actitud en nuestros hijos. Que verguënza, por favor, que vergüenza….

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  4. Susana
    Susana Dice:

    Esta gente no tiene escrupulos! Si es asi como quieren mantener el poder corrupto, nos esperan dias muy tristes a los argentnos.
    Yo como muchos estamos aterrados ante las prepotencias y actos violentos de moyano, Delia, los piquetes, la Campora y ahora esto!
    Basta de violencia. Los argentinos queremos vivir en paz!

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  5. Liliana
    Liliana Dice:

    No se puede esperar otra cosa, son peor que lo que tanto critican, autoritarios, déspotas, viven descalificando y decapitando a los que intentan pensar diferente. Vivimos en un sistema tirano y villano. La utilización de los chicos y de los pobres. Felicitaciones por esta nota. De colección y coincido con un comentario anterior. Debe ser difundida, esto es una forma de educar.

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