El 15 de febrero se festeja el Día de Caballito. Comenzaremos a publicar una serie de relatos relacionados con la historia de nuestro barrio. En esta oportunidad nos referiremos a Nicolás Vila y al origen del nombre.
Hubieron, sin duda, grandes historias dignas de ser contadas a través del tiempo. Transformadas en elegías heroicas, o recordadas con fechas y actores, en importantes anales históricos.
Otras fueron más sencillas, llenas de la humildad de aquellos que ni estaban enterados de la existente posibilidad de pasar a la historia.
De estos pequeños relatos están hechos los barrios de Buenos Aires, nunca serán contadas ni figurarán más allá que en las tradiciones orales; las publicaciones barriales les darán un efímero tiempo en letras de molde. Pero no por pequeñas son menos importantes, ya que nos cuentan de nuestro propio origen.
Inmenso y marrón, el río terminaba en una costa de barrancas embarradas, sobre las que apuntaban al cielo algunos campanarios.
Nicola sólo quería pisar tierra firme, los casi tres meses de viaje bamboleante, le habían desacostumbrado las piernas a la firmeza de la tierra.
Subió a la carreta, que metida en el río lo llevaría hasta la costa.
La ciudad, con más de aldea que de capital del virreinato, estaba llena de ruidos, voces, y olores extraños.
El empleado de la Capitanía del Puerto tomó nota de sus papeles y lo registró en un enorme libro de tapas negras.
Percatado del error en la escritura de su apellido, Nicola intentó vanamente que el escribiente corrigiera el Vila por el correcto Villa. Es que Nicola pronunciaba “Vila”, y a pesar de sus esfuerzos, cada vez que expresaba su apellido, el burócrata se convencía más firmemente que su grafía era la adecuada.
Desalentado, Nicola, salió del edificio y cargando con su baúl, se dirigió hacia un pequeño grupo de personas reunidas a alguna distancia.
Su hermano Teodoro lo vio primero. Agitando un brazo en alto gritó su nombre.
Bajo el peso del baúl, y con las piernas aún flojas de tanto mar, Nicola intentó apurar el paso. Trastabilló y casi cae sobre las piedras desparejas que hacían de calzada.
Hubo tan solo un abrazo sin palabras entre Nicola y Teodoro.
Varios años estuvo Nicola trabajando la tierra de su hermano. Cosecha tras cosecha de ajos vieron su casamiento con Juana y la llegada de Isidoro, su primer hijo.
Una chacra apartada de la ciudad, por los pagos de Requejo, entre el reciente pueblo de Flores y los corrales de Miserere.
Al fin, con tenacidad y ahorro genoveses, Nicola pudo comprar las tierras que hacían de esquina entre el Camino Real y el del Polvorín.
No era mucho, tan sólo una manzana, que no alcanzaba para vivir de la tierra. Pero Nicola iba a aprovechar la vieja construcción que, casi derruida se levantaba en la esquina.
Con visión de futuro comercial, había imaginado una pulpería.
Justo a mitad de camino entre la ciudad y Flores, se transformaría en parada obligada de las carretas, además el “Camino del Polvorín” obligaba a que las tropas que, desde 1810 salían con más frecuencia hacia el Norte, se detuvieran a abastecerse de pólvora y munición.
Un sitio donde proveer a los vecinos, puesteros, quinteros y peones de los hornos de ladrillos circundantes. Una población que crecía día tras día.
La parcela tenía algunos frutales y espacio como para sembrar verduras que abastecieran a la pulpería.
Los Vila trabajaron duro en acondicionar la casa, preparar y sembrar el terreno. Al fin a principios de los años ‘20 abrieron las puertas del negocio.
La pulpería se convirtió en un éxito comercial. Como lo imaginara Nicola, la clientela crecía día a día.
Los carreteros comenzaron a parar para dar descanso a los bueyes a la sombra de los árboles e intercambiar charlas ginebra de por medio. Hasta comidas servía la pulpería, con una cocina llevada por Doña Juana y servida por el mismo Nicola. Teodoro atendía a los bueyes y a los vecinos que concurrían a comprar mercaderías y verduras de la quinta.
Nicola se enteró que en la costa vendían las maderas de una ballenera encallada. Una carreta hizo falta para traerlas hasta la pulpería. La vieja ballenera se transformó en cerca para la esquina, hasta un palenque pudo hacer Nicola.
El mástil terminó parado frente a la entrada de la pulpería, proyectando su sombra polvorienta sobre el Camino Real por las mañanas y sobre el Camino al Polvorín por las tardes. Extraño símbolo marino en medio de la pampa.
Desde la calle Venezuela, donde se hallaba la herrería de Monteagudo, llegó un caballito de hierro batido. Junto con el caballo, Nicola compro los cuatro puntos cardinales de hierro y la veleta coronó el desnudo mástil.
Pintado de rojo, el caballito de hierro se hizo referencia.
Así los pagos de Requejo fueron olvidados y Caballito fue el nuevo nombre.
Sin duda en el ’29, cuando un soldado lo mató, Nicola no sabía que pasaría a la historia.
Un remate por deudas llevó al olvido a la pulpería. Tuvo otros dueños y otras esquinas, pero siempre, en lo alto, como afirmando al barrio, estuvo el Caballito.
Una pequeña historia, de un inmigrante genovés que sin quererlo… hizo historia.
Muy interesante!!!!
Gracias por la info.